El Ocupante de la Habitación.

El Ocupante de la Habitación.

     Un relato mas del gran Algernon Blackwood, en este caso nos lleva a un ambiente de depresión, de confusión mental donde el pesimismo invade a «el ocupante de la habitación», sentimiento y situación que solo se entiende al final del cuento.

 

     Uno de esos cuentos donde el autor se esmera en trabajar el ambiente y el estado mental de sus protagonistas mas que de el desarrollo de la historia o de apurar el desenlace de la misma.

 

     Espero disfruten el relato

El Ocupante de la Habitación

EL OCUPANTE DE LA HABITACIÓN

     Llegó en la diligence amarilla bien entrada la noche, entumecido y
lleno de calambres tras tres horas de fatigoso e interminable ascenso.
El   pueblo,   una  masa   compacta   de   sombras,   dormía   ya.   Tan   sólo
delante   del   hotel   persistía   aún   el   bullicio,   la   luz   y   la   animación…
aunque sería ya por poco tiempo. Las caballerías, con la cabeza gacha
y paso cansino,  cruzaron solas  la carretera arrastrando sus arneses
por   el   polvo   y   desaparecieron   en  las   cuadras;  mientras   la   pesada
diligencia,   que   parecía   un   gran   escarabajo   amarillo   con   las   patas
quebradas,   se   quedaba  a hacer  noche   en  el   lugar  hasta   donde   la
habían conducido a rastras.

 

     A   pesar   del   cansancio   físico,   aquel  maestro   de   escuela,   que
disfrutaba de  las  primeras  horas de unas vacaciones que  le habían
costado diez guineas,  estaba  rebosante de  felicidad.  La paz que se
respiraba   en   aquel   alto   valle   alpino   era  maravillosa;   las   estrellas
titilaban   sobre   los   quebrados   riscos   del  Dent   du  Midi,  donde   los
relucientes neveros se destacaban espectrales sobre unas rocas que
parecían de ébano, y el aire helado traía un aroma a pinares, a pastos
empapados de  rocío y a madera recién cortada.  Embargado de una
sensación en la que se mezclaban el placer y el asombro, pasó varíos
minutos tratando de captar todos aquellos detalles, mientras los otros
tres pasajeros daban indicaciones sobre su equipaje y se dirigían a sus
respectivas habitaciones. Finalmente, se dio la vuelta, cruzó la basta
estera de  la entrada,  y  tras   resistir  a  la  tentación de detenerse a
contemplar el mapa de las montañas que colgaba  junto a la puerta,
pasó al deslumbrante recibidor.

 

De pronto, un desagradable contratiempo hizo que bajara de las
nubes y volviera a la cruda realidad. En la posada —la única posada
que había— no quedaban habitaciones libres. Hasta los sillones de que
disponía estaban ocupados…
¡Qué estúpido había sido de no escribir para hacer una reserva!
Claro que, ahora que lo pensaba, le había resultado imposible, pues la
decisión de venir la había tomado aquella misma mañana en Ginebra
de   forma   repentina,   cautivado   por   el   espléndido   día   que   había
amanecido tras una semana de lluvias.
El  portero,  que  lucía una chaqueta con  ribetes dorados,  y una
vieja de facciones muy duras —le había llamado la atención la dureza
de   aquel   rostro—  no   paraban   de   hablar   y   de   gesticular  mientras
señalaban al pueblo en todas direcciones, haciéndole unas sugerencias
que  sólo  comprendía a medias,  pues   sus   conocimientos  de  francés
eran limitados y el dialecto en que hablaban era algo verdaderamente
espantoso.

EL OCUPANTE DE LA HABITACIÓN

«¡Allí —a lo mejor encontraba habitación— o sino allá! Pero aquí,
hélas,  está   todo   completo…  más   de   lo   que   nosotros   quisiéramos.
¡Mañana, quizá, si tal y cual dejan su habitación!» Al final, tras mucho
encogerse de hombros, la anciana se quedó mirando al portero de la
chaqueta ribeteada, y éste, a su vez, se quedó mirando con expresión
somnolienta al maestro.

 

      No obstante, obedeciendo a uno de esos misteriosos mecanismos
que regulan la esperanza, que ni él mismo alcanzó a comprender,  y
siguiendo las indicaciones, completamente ininteligibles, que le había
dado  la anciana,  salió  finalmente a  la calle y se encaminó hacia un
oscuro grupo de casas que ella  le había señalado.  De  lo único que
estaba   seguro   era   de   que   tenía   la   intención   de   aporrear   una   de
aquellas puertas hasta que le dieran una habitación.

 

     Estaba demasiado cansado para detenerse a planear las cosas con más detalle.

El portero había hecho ademán de acompañarle, pero en el último momento se 

dio la vuelta y se quedó hablando con la anciana. La borrosa silueta de
las   casas   se vislumbraba en medio de  la oscuridad.  Corría un aire
gélido y el valle entero retumbaba con las carreras y el estruendo de
los cursos de agua. Pensaba vagamente que no tardaría en amanecer
y que quizá tendría que pasar la noche dando vueltas por el bosque,
cuando oyó un ruido sordo a sus espaldas y, al darse la vuelta, vio a
una figura que se acercaba apresuradamente hacia él. Era el portero…
que venía corriendo.

EL OCUPANTE DE LA HABITACIÓN


     En el  pequeño  recibidor  de  la posada  se  reanudó una  confusa
conversación a tres bandas, salpicada de vez en cuando por coloquios
en  voz   baja   y   apartes   susurrados   en dialecto   entre   la  mujer   y   el
portero,   cuyo  resultado  final   fue que «si  a  Monsieur  no  le parecía
mal…  después  de  todo,   sí  que había una habitación,  en el  primer
piso… sólo que, en cierto modo, estaba «ocupada». Bueno, en realidad
lo que pasaba era que…».

 

No obstante, el maestro se quedó con la habitación sin meterse
en más averiguaciones sobre aquel embrollo, pues al fin y al cabo le
había   proporcionado   de   pronto   justo   lo   que   él   quería.   La   ética
profesional de los hosteleros no era cosa de su incumbencia. Si aquella
mujer le ofrecía alojamiento no le correspondía a él ponerse a discutir
sobre si estaba legitimada o no para hacerlo.
Mientras acompañaba al huésped a su habitación, el portero, que
a todas luces estaba un tanto nervioso, le fue suministrando en una
mezcla   de   francés   y   de   inglés   los   detalles   que   la   patrona   había
omitido, y Minturn, pues tal era el nombre de aquel maestro, no tardó
en   compartir   aquel   nerviosismo   con   él   y   en   verse   envuelto   en   la
atmósfera de una posible tragedia.

 

Todo   aquel   que   conozca   esa   emoción   tan   característica   que
producen   los   altos   valles   de  montaña,   uno   de   cuyos   principales
atractivos   consiste   en   la   realización   de   escaladas   con   peligro,
comprenderá esa ligera sensación de alarma que suele ir asociada a
tales   paisajes.   Cuando   se   alza   la   vista   para   contemplar   los   picos
desolados que se remontan solitarios en las alturas, no se puede evitar
pensar en esos hombres cuya diversión consiste en pasarse varios días
y noches   seguidos  escalando  las  peligrosas   cumbres  que se elevan
sobre un mar de nubes, y en conquistar, centímetro a centímetro, los
picos helados que blanden permanentemente el  oscuro pabellón del
terror en el cielo.

 

La atmósfera de aventura, aderezada con el posible
espanto de una de las tragedias más horribles que quepa imaginarse,
es  inseparable de cualquier contemplación  imaginativa de semejante
paisaje; ylo que Minturn dedujo de las palabras del alarmado portero,
no perdió nada de su miga a pesar de su desconocimiento del idioma.
Una inglesa, la legítima ocupante de la habitación, se había empeñado
en ir a las montañas sin guía. Había partido hacía dos días justo antes
de que amaneciera —el  portero  la había visto salir— y…   ¡no había
regresado!  La ruta era difícil  y peligrosa,  pero no  imposible para un
escalador experto, aunque fuera solo. Y la inglesa era una montañera
curtida.   Pero   también   era   una   persona   terca,   que   desdeñaba   los
consejos,   le   aburrían   las   advertencias   y   tenía   una   fe   ciega   en   sí
misma.  Además  era un  tanto  rara;  no  se mezclaba  con  los  demás
huéspedes y, a veces, se pasaba días enteros encerrada con llave en
su habitación sin dejar entrar  a nadie;  vamos,  una «excéntrica» de
tomo y lomo.

 

Todo esto fue lo que Minturn sacó en claro de lo que el portero le
fue contando mientras subía su equipaje y ponía un poco de orden en
la habitación; pero hubo algo más. Se enteró también de que ya había
salido una partida de rescate y que, por supuesto, podían regresar en
cualquier  momento.   En   cuyo   caso…   En   fin,   por   eso,   aunque   la
habitación  estuviera desocupada,   seguía  siendo  de  ella.  «Pero  si  a
Monsieur   no   le   importa   correr   el   riesgo   de   tener   que   dejar   la
habitación en medio de la noche…»

EL OCUPANTE DE LA HABITACIÓN

Dado que el locuaz portero parecía
empeñado en aportar todo tipo de detalles que ponían en cuestión la
validez de la transacción que acababa de realizar, Minturn lo despachó
tan pronto como pudo y se dispuso a irse a la cama —que el propio
portero había arreglado a toda prisa— para tratar de dormir el máximo
de horas posible antes de que viniera alguien a decirle que se tenía
que marchar.
La verdad es  que al  principio  se  sintió  incómodo,   francamente
incómodo.  Estaba   en  la  habitación  de   otra  persona.  Realmente  no
tenía ningún derecho a estar allí.  Era una  intrusión  imperdonable; y
mientras deshacía el equipaje, giró en varias ocasiones la cabeza para
mirar hacia atrás, como si temiera que alguien le estuviera observando
desde alguna de las esquinas. Tenía la impresión de que, en cualquier
momento,   oiría   pasos   en   el   pasillo,   llamarían   a   la   puerta   y,   a
continuación, ésta se abriría yvería a aquella fornida inglesa mirándole
de arriba a abajo con furia. O aún peor: le oiría preguntarle qué hacía
en  su habitación,  en  su dormitorio.   ¡Es   cierto que podía darle una
explicación convincente, pero de todos modos…!

 

Entonces, al darse cuenta de que ya estaba a medio desvestir, su
mente captó durante un segundo la vertiente cómica de la situación, y
soltó una carcajada…  en voz baja. 

 

 

Pero,  de  inmediato,  a  la  risa  le
sucedió   aquella   súbita   sensación   de   tragedia   que   ya   había
experimentado antes. Puede que mientras él sonreía, el cuerpo de esa
mujer   yaciera   roto  y  helado   en  esas   cumbres   espantosas,   con   los
cabellos desordenados por   la ventisca y  los ojos vidriosos  lanzando
una   mirada   vacía   a   las   estrellas…   Sólo   de   pensar   en   ello   se
estremecía. La percepción que tenía de esa mujer, a la que no había
visto nunca y de  la que ni   tan siquiera sabía el  nombre,  se volvió
extraordinariamente  real.  Casi   llegaba a  imaginarse  que  se hallaba
oculta  en  algún  lugar  de  la  habitación,  observando   todo   lo que   él
hacía.

 

Abrió la puerta con cuidado para dejar fuera las botas, y cuando
la   cerró   de   nuevo,   echó   la   llave.  Después,   acabó   de   deshacer   el
equipaje y distribuyó las pocas cosas que había traído consigo por la
habitación. No tardó mucho en hacerlo; sólo tenía un pequeño baúl de
viaje   y   una  mochila   y,   además,   el   único   lugar   donde   se   podían
extender   las  ropas era el  sofá.  No había cómoda,  y el  armario,  un
mueble excepcionalmente sólido y grande,  estaba cerrado con  llave.
Era evidente que habían guardado a toda prisa las ropas de la inglesa
en aquel mueble. El único signo que indicaba su presencia reciente en
la habitación era un ramo de Alpenrosen marchitas, colocadas en un
jarrón de cristal que había sobre el palanganero. Eso, y un vago olor a
perfume, era todo lo que quedaba. No obstante, a pesar de la escasez
de   vestigios,   por   toda   la   habitación   se   respiraba   la   extraña   y
desagradable sensación de que ésta seguía estando ocupada. Durante
un instante se palpaba en el ambiente una sutil presencia que parecía
susurrar   un  «acabo   de   salir»,   que   al   convertirse   de   pronto   en un
tajante «aún sigo aquí», hacía que se diera rápidamente la vuelta para
mirar a sus espaldas.

 

La aversión que sentía hacia esa habitación en su conjunto era
muy singular; y es precisamente la fuerza de ese sentimiento, la única
excusa que quizá se pueda esgrimir  para  justificar  el  hecho de que
arrojara aquellas flores marchitas por la ventana y colgara después su
gabardina de  la puerta del  armario,  procurando   taparlo  lo máximo
posible. 

 

  Lo   cierto   es   que   la   visión   de   aquel   horrible   y   gigantesco
armario, lleno de la ropa de una mujer que en aquel momento quizá
ya no necesitara nada con que cubrir su cuerpo (pues así  era como
insistía   en   presentársela   su   imaginación),   provocaba   en   él   una
sensación de incongruencia que no sólo le llenaba de perplejidad sino
que, además, se iba abriendo paso en su mente hasta transformarse
en un  sentimiento de espanto verdaderamente grotesco.  Sea  como
fuera,   la   visión  de   aquel  armario   le  desagradaba   y,   casi   por   puro
instinto,   lo había  tapado.  Luego,   tras apagar   la  luz,  se metió en  la
cama.

 

Pero   desde   el   preciso   instante   en   que   la   habitación   quedó   a
oscuras,  se dio  cuenta de que aquello era más de  lo que él  podía
soportar; pues nada más hacerse la oscuridad, sintió una especie de
corriente de aire helado que no alcanzaba a explicarse. Y lo curioso es
que, al encender la vela que había junto a la cama, advirtió también
que le temblaban las manos.
La verdad es que aquello era ya demasiado.  Su  imaginación se
estaba tomando muchas libertades y había que llamarla al orden.

 

Pero
la  forma en que  lo hizo  fue muy  significativa,  y el  propio  carácter
deliberado de su acción ponía al descubierto un estado mental que ya
había dado cabida al  miedo.  Y una vez que el  miedo se ha metido
dentro es muy difícil expulsarlo. Se recostó sobre su codo y se puso a
enumerar   con   sumo   cuidado   todos   los   objetos   que   había   en   la
habitación, con la intención, por así decirlo, de hacer un inventario de
todo aquello que percibían sus sentidos, para después trazar una línea,
sumarlos y exclamar con decisión: « ¡Esto es todo lo que hay en esta
habitación! He contado todas y cada una de las cosas.  No hay nada
más. ¡Ahora ya puedo dormir tranquilo!».
Fue precisamente durante el  absurdo proceso de enumerar   los
muebles  de   la  habitación,   cuando   se  apoderó  de   él  una   terrible   y
angustiosa sensación de lasitud que casi le impidió acabar sus cuentas.

 

Le acometió con una rapidez y una virulencia asombrosas que hicieron
que, sin apenas darse cuenta, se viera abrumado por una molicie atroz
difícilmente descriptible. Su primer efecto fue hacerle olvidar su miedo.
Ya   no   tenía   la   energía   suficiente   para   sentirse   verdaderamente
asustado   o   nervioso.   El   frío   permanecía,   pero   la   alarma   había
desaparecido.  Por  todos  los rincones de aquella personalidad,  por  lo
general  vigorosa,  se  fue extendiendo lentamente el   insidioso veneno
de   una   fatiga  muscular  que,   al   cabo   de   unos   segundos,   pareció
transformarse en inercia espiritual. Una súbita conciencia de la supina
futilidad y del absurdo de la vida, del esfuerzo, de la lucha; de todo lo
que hace que vivir merezca la pena, se fue infiltrando en cada fibra de
su ser, dejándole en un estado de extrema debilidad. El espíritu de un
negro pesimismo, al que le faltaban fuerzas incluso para manifestarse
con cierta energía, invadió las cámaras secretas de su corazón…

 

Todas las imágenes que le venían a la mente aparecían envueltas
en grises sombras. ¡Esos caballos sudorosos y aburridos, ascendiendo
trabajosamente… a ninguna parte! La patrona aquella de las facciones
tan duras, tomándose tanto trabajo en conseguir que su afán de lucro
se impusiera sobre su sentido moral… ¡por un puñado de francos! ¡El
portero   del   traje   ribeteado;   tan   quisquilloso,   tan   locuaz,   tan
agotador…   ardiendo   en   deseos   de   contarle   todos   los   chismes   que
sabía!  

 

¿Para   qué   servía   toda   esa   gente?   Y,   en   cuanto   a   él,   ¿qué
sentido tenía el trabajo penoso y monótono en aquella escuela de la
que era maestro?   ¿A dónde  conducía aquello?  ¿De qué valía  tanto
incierto   afán,   cuando   los   secretos   últimos   de   la   vida   permanecen
ocultos   y   nadie   sabe   cuál   es   el   sentido   final   de   las   cosas?   ¡Qué
absurdos   eran   el   esfuerzo,   la   disciplina,   el   trabajo!   ¡Qué   vano   el
placer! ¡Qué triviales hasta las cosas más nobles de la vida!
Dando un salto que casi  derribó  la vela,  Minturn trató de hacer
frente   a  aquel   estado   de  decaimiento.  Ese   tipo   de   ideas   eran  tan
ajenas a su carácter habitual, que aquella invasión repentina y cobarde
produjo   una   reacción   inmediata.   Pero   sólo   duró   un  momento.  

 

Al
instante,   la depresión volvió a abatirse  sobre él   como una ola.  Su
trabajo —que a  fin de cuentas como mucho  le permitiría aspirar  al
tedioso   cargo   de   director   de   colegio—  le   parecía   tan   vano   y   tan
absurdo   como   aquellas   vacaciones   en   los   Alpes.   Qué   idiota,   qué
rematadamente   idiota   había   sido   de   venir   aquí,   con   su  mochila   a
cuestas,   para   no   hacer   otra   cosa   que  matarse   de   cansancio   por
aquellas montañas en un ascenso agotador que no conducía a ninguna
parte, que nada le podía reportar.  El estado de ánimo que le poseía
era   tan   lóbrego   como   una   tumba.¡La   vida   no   era  más   que   un
repugnante fraude! ¡La religión, un camelo pueril! Todas las cosas no
eran más que una  trampa;  una  trampa  tendida por   la muerte:   ¡un
juguete de vivos colores que la Naturaleza utiliza como señuelo! ¿Pero,
un señuelo, para qué? ¡Para nada! Nada tenía sentido. Lo único real  
era…  LA MUERTE. 

EL OCUPANTE DE LA HABITACIÓN

Y  la gente más  feliz eran aquellos  que antes  la
encontraban.
Entonces, ¿por qué esperar a que llegue?
Absolutamente aterrorizado, saltó de la cama como impulsado por
un resorte. ¿Cómo era posible que la mera fatiga pudiera alumbrar un
universo tan negro, una actitud tan depresiva, una cobardía que hacía
que   se   tambalearan   las   raíces  mismas   de   la   vida,   asestándoles
semejante golpe de desesperanza? Por lo general él era una persona
fuerte y alegre,   rebosante de salud y de vida;  pero aquella  lasitud
atroz arrasaba las bases mismas de su personalidad, conduciéndole a
la nada y al  deseo de morir.  Era como si  hubiera desarrollado una
Segunda Personalidad.  Cierto que había  leído que algunas personas,
tras   sufrir   una   fuerte   impresión,   podían   llegar   a   desarrollar   como
consecuencia   de   ello   unos   rasgos   de   carácter   distintos,   otros
recuerdos, otros gustos y demás cosas por el estilo. Aquella posibilidad
siempre le había asustado. Sabía que algunos científicos respaldaban
la autenticidad de tales historias,  pero a él no le parecía que fueran
muy creíbles. Y, no obstante, algo similar a eso era lo que le estaba
ocurriendo ahora a su propia conciencia.  Estaba,  de eso no  le cabía
ninguna duda, experimentando todas las fluctuaciones mentales… ¡de
otra   persona!  Era   algo   inmoral.   Algo   espantoso. 

 

  Era…   bueno,   la
verdad es que también era algo enormemente interesante.
Y aquel interés que comenzaba a sentir fue el primer signo de que
su yo normal estaba regresando.  Pues quien siente interés por algo,
está vivo, y ama la vida.
De un salto, se plantó en medio de la habitación y encendió la luz.
Lo primero que captó su atención fue… aquel enorme armario.
—¡Vaya!   ¡Ahí  está…  esa monstruosidad de armario!  —exclamó
para sí sin querer, aunque en voz alta. Dentro estarían colgadas sus
faldas, sus abrigos, sus blusas de verano; todas las ropas de la mujer
muerta. Porque ahora sabía que —de uno u otro modo— aquella mujer
tenía que estar muerta.

 

En ese momento, a través de las ventanas abiertas, irrumpió el
sonido del agua que caía,  y con él   llegó también una vívida  imagen
mental   de   la   desolación   de   las   cumbres   barridas   por   la   ventisca.
Entonces vio a  la mujer  —¡sí,  verdaderamente  la vio!— en el   lugar
donde  había   caído;   las  mejillas   cubiertas  de  escarcha,   la  nieve  en
polvo   arremolinándose   en   torno   a   sus   cabellos   y   a   sus   ojos,   sus
extremidades   rotas   aprisionadas   entre   bloques   de   hielo.   Por   un
momento, aquella sensación de lasitud, de vacío vital, se desvaneció
ante aquella imagen de un esfuerzo inútil, de la pequeña fuerza de un
ser humano peleando con coraje, aunque en vano, contra las potencias
impersonales   y   despiadadas   de   la   naturaleza   inerte;   y,   de   nuevo,
recuperó su yo habitual.  Sin embargo,  un  instante después,  regresó
otra vez el terrible frío, la nada, el vacío…
Se   descubrió   a   sí  mismo   de   pie   frente   al   gran   armario   que
guardaba   las   ropas   de   aquella  mujer. 

 

De   repente   quería   ver   esas
ropas; las cosas que ella había usado y llevado. Estaba muy cerca, casi
podía   tocarlo.   Y   un   segundo   después   ya   lo   había   tocado.   Estaba
golpeando con los nudillos en la madera.
Es  difícil   saber  por  qué  lo hizo.  Probablemente  se  trató de un
movimiento reflejo. Algo desde lo más profundo de su ser se lo había
dictado…   se  lo había ordenado;  y él,  había golpeado  la puerta.  El
sonido   sordo   de   la  madera   en  medio   de   la   quietud   de   aquella
habitación… le horrorizó. El porqué de aquel sentimiento era algo que
le resultaba tan inexplicable como la razón por la que se había sentido
impulsado a llamar a aquella puerta.

 

El hecho es que, cuando oyó una
leve reverberación en el interior del armario, tuvo una conciencia tan
vívida de la presencia de la mujer que se quedó de pie temblando con
una terrorífica sensación de que algo iba a ocurrir; casi esperaba oír
que desde el interior le respondían con un golpe —quizá sólo el frufrú
de  las  faldas colgadas— o,  aún peor,  que veía como aquella puerta
cerrada con llave se abría lentamente hacia afuera.

 

A partir de ese momento asegura que, de un modo u otro, debió
perder parcialmente el control sobre sí mismo, o al menos, una parte
importante de su sentido común; pues se vio poseído por un deseo tan
irresistible de abrir como fuera aquel armario y de ver las ropas que
había dentro, que probó todas las llaves que había en la habitación en
un vano intento de abrirlo, hasta que, finalmente, antes de que tuviera
tiempo de darse cuenta de lo que hacía… ¡llamó al timbre!

 

Pero, tras haber llamado al timbre a las dos de la madrugada, sin
que hubiera ninguna razón sensata u obvia para hacerlo, y mientras
esperaba   de   pie   en  medio   de   la   habitación   a   que   viniera   algún
empleado,   se dio  cuenta por  primera vez  que algo ajeno a  su  ser
normal   le   había   impulsado   a   hacer   aquello.   Era   como   si   una   voz
interna le dictara lo que tenía que hacer. Por eso, cuando finalmente
se oyeron pasos que se acercaban por el pasillo, y tuvo frente a frente
a   una   doncella   adormilada,   enojada   y  muy   sorprendida   de   que   la
hubieran   llamado   a   esas   horas,   no   tuvo   ninguna   dificultad   en
encontrar  palabras   con  las   que  expresar   sus   deseos.  Aquel  mismo
poder  que  le había apremiado a que abriera  la puerta del  armario
también   le   impelía   a   pronunciar   unas   palabras   sobre   las   que,
aparentemente, no tenía control alguno.
—¡No   es  a  usted  a   quien   he   llamado!  —dijo   con   decisión   e
impaciencia—. Necesito a un hombre. Despierte al portero y envíemelo
inmediatamente. ¡Dése prisa! ¿Es que no rne ha oído? ¡Dése prisa!
Cuando   la   chica   se   hubo  marchado,  Minturn,   asustado   de   su
propia severidad,  se dio cuenta de que aquellas palabras   le habían
sorprendido a él tanto o más que a la propia doncella. Hasta que no
salieron de sus labios no supo exactamente qué era lo que iba a decir.
No obstante,  comprendía que alguna  fuerza ajena a su personalidad
estaba utilizando su mente y los órganos de su cuerpo. Aquella negra
depresión que le había poseído hacía poco también formaba parte de
ello.  

 

De   algún  modo,   el   poderoso   estado   de   ánimo   de   la  mujer
desaparecida se había apoderado de él momentáneamente; con toda
seguridad   debido   a   la   atmósfera   que   creaba   en   la   habitación   la
presencia de cosas que le habían pertenecido. Pero ni siquiera cuando
el portero —sin chaqueta ni cuello duro— se hallaba ya junto a él en la
habitación,   consiguió   comprender   por   qué   insistía,   hecho   una
verdadera furia y sin admitir un no por respuesta, en que buscara la
llave del armario y abriera inmediatamente la puerta.

 

La escena resultaba bastante curiosa. Tras realizar un intercambio
de susurros de asombro con la doncella al fondo del pasillo, el portero
se las arregló para encontrar y traer la llave en cuestión. Ni él ni la
chica sabían a ciencia cierta qué era lo que pretendía aquel inglés tan
nervioso, o por qué ponía tanto empeño en que se abriera un armario
a  las dos de  la madrugada.  Le observaban con el  aire de quien no
puede   dejar   de   preguntarse   qué   será   lo   que   va   a   ocurrir   a
continuación.  Sin embargo,  algo de  la extraña seriedad y del  miedo
que ahora apreciaban en aquel hombre se les contagió, de modo que
cuando la llave chirrió al introducirse en la cerradura, los dos pegaron
un respingo.

Contuvieron el aliento mientras la puerta se abría lentamente con
un crujido. Todos oyeron el ruido de otra llave al caer contra el suelo
de  madera  del   armario…   por  dentro.  Había   sido   cerrado  desde  el  
interior.  Pero  fue  la aterrorizada  doncella,  desde   su posición  en el
pasillo,   quien   lo   vio   primero;   y   lanzando   un   grito   desgarrador   se
desplomó contra el pasamanos de la escalera.
El portero no hizo intento alguno de rescatarla. Tanto él como el
maestro   salieron   corriendo   hacia   la   puerta,   que   ahora   se   hallaba
completamente abierta. También ellos lo habían visto.

 

Colgadas de  las perchas no había ropas,  ni  faldas,  ni blusas;  lo
que vieron fue el cuerpo de la mujer inglesa suspendido en el aire con
la  cabeza  caída hacia delante.  Sacudida  por  el  movimiento que  se
había   producido   al   abrir   la   puerta,   el   cuerpo   había   ido   girando
lentamente hasta darles la cara… Clavado en la parte de atrás de la
puerta había un sobre del  hotel  con  las siguientes palabras escritas
con letra temblorosa:
«Cansada… infeliz… desesperada… deprimida… No puedo seguir
haciendo  frente a  la vida…  Todo es  negro.  Tengo que poner   fin a
esto…  Quería hacerlo en  las montañas pero  tuve miedo.  Volví  a mi
habitación cuando no vi a nadie. Así es más fácil, y mejor…»

3 comentarios

  1. acougue dice:

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