El Ocupante de la Habitación.
Un relato mas del gran Algernon Blackwood, en este caso nos lleva a un ambiente de depresión, de confusión mental donde el pesimismo invade a «el ocupante de la habitación», sentimiento y situación que solo se entiende al final del cuento.
Uno de esos cuentos donde el autor se esmera en trabajar el ambiente y el estado mental de sus protagonistas mas que de el desarrollo de la historia o de apurar el desenlace de la misma.
Espero disfruten el relato
EL OCUPANTE DE LA HABITACIÓN
Llegó en la diligence amarilla bien entrada la noche, entumecido y
lleno de calambres tras tres horas de fatigoso e interminable ascenso.
El pueblo, una masa compacta de sombras, dormía ya. Tan sólo
delante del hotel persistía aún el bullicio, la luz y la animación…
aunque sería ya por poco tiempo. Las caballerías, con la cabeza gacha
y paso cansino, cruzaron solas la carretera arrastrando sus arneses
por el polvo y desaparecieron en las cuadras; mientras la pesada
diligencia, que parecía un gran escarabajo amarillo con las patas
quebradas, se quedaba a hacer noche en el lugar hasta donde la
habían conducido a rastras.
A pesar del cansancio físico, aquel maestro de escuela, que
disfrutaba de las primeras horas de unas vacaciones que le habían
costado diez guineas, estaba rebosante de felicidad. La paz que se
respiraba en aquel alto valle alpino era maravillosa; las estrellas
titilaban sobre los quebrados riscos del Dent du Midi, donde los
relucientes neveros se destacaban espectrales sobre unas rocas que
parecían de ébano, y el aire helado traía un aroma a pinares, a pastos
empapados de rocío y a madera recién cortada. Embargado de una
sensación en la que se mezclaban el placer y el asombro, pasó varíos
minutos tratando de captar todos aquellos detalles, mientras los otros
tres pasajeros daban indicaciones sobre su equipaje y se dirigían a sus
respectivas habitaciones. Finalmente, se dio la vuelta, cruzó la basta
estera de la entrada, y tras resistir a la tentación de detenerse a
contemplar el mapa de las montañas que colgaba junto a la puerta,
pasó al deslumbrante recibidor.
De pronto, un desagradable contratiempo hizo que bajara de las
nubes y volviera a la cruda realidad. En la posada —la única posada
que había— no quedaban habitaciones libres. Hasta los sillones de que
disponía estaban ocupados…
¡Qué estúpido había sido de no escribir para hacer una reserva!
Claro que, ahora que lo pensaba, le había resultado imposible, pues la
decisión de venir la había tomado aquella misma mañana en Ginebra
de forma repentina, cautivado por el espléndido día que había
amanecido tras una semana de lluvias.
El portero, que lucía una chaqueta con ribetes dorados, y una
vieja de facciones muy duras —le había llamado la atención la dureza
de aquel rostro— no paraban de hablar y de gesticular mientras
señalaban al pueblo en todas direcciones, haciéndole unas sugerencias
que sólo comprendía a medias, pues sus conocimientos de francés
eran limitados y el dialecto en que hablaban era algo verdaderamente
espantoso.
EL OCUPANTE DE LA HABITACIÓN
«¡Allí —a lo mejor encontraba habitación— o sino allá! Pero aquí,
hélas, está todo completo… más de lo que nosotros quisiéramos.
¡Mañana, quizá, si tal y cual dejan su habitación!» Al final, tras mucho
encogerse de hombros, la anciana se quedó mirando al portero de la
chaqueta ribeteada, y éste, a su vez, se quedó mirando con expresión
somnolienta al maestro.
No obstante, obedeciendo a uno de esos misteriosos mecanismos
que regulan la esperanza, que ni él mismo alcanzó a comprender, y
siguiendo las indicaciones, completamente ininteligibles, que le había
dado la anciana, salió finalmente a la calle y se encaminó hacia un
oscuro grupo de casas que ella le había señalado. De lo único que
estaba seguro era de que tenía la intención de aporrear una de
aquellas puertas hasta que le dieran una habitación.
Estaba demasiado cansado para detenerse a planear las cosas con más detalle.
El portero había hecho ademán de acompañarle, pero en el último momento se
dio la vuelta y se quedó hablando con la anciana. La borrosa silueta de
las casas se vislumbraba en medio de la oscuridad. Corría un aire
gélido y el valle entero retumbaba con las carreras y el estruendo de
los cursos de agua. Pensaba vagamente que no tardaría en amanecer
y que quizá tendría que pasar la noche dando vueltas por el bosque,
cuando oyó un ruido sordo a sus espaldas y, al darse la vuelta, vio a
una figura que se acercaba apresuradamente hacia él. Era el portero…
que venía corriendo.
EL OCUPANTE DE LA HABITACIÓN
En el pequeño recibidor de la posada se reanudó una confusa
conversación a tres bandas, salpicada de vez en cuando por coloquios
en voz baja y apartes susurrados en dialecto entre la mujer y el
portero, cuyo resultado final fue que «si a Monsieur no le parecía
mal… después de todo, sí que había una habitación, en el primer
piso… sólo que, en cierto modo, estaba «ocupada». Bueno, en realidad
lo que pasaba era que…».
No obstante, el maestro se quedó con la habitación sin meterse
en más averiguaciones sobre aquel embrollo, pues al fin y al cabo le
había proporcionado de pronto justo lo que él quería. La ética
profesional de los hosteleros no era cosa de su incumbencia. Si aquella
mujer le ofrecía alojamiento no le correspondía a él ponerse a discutir
sobre si estaba legitimada o no para hacerlo.
Mientras acompañaba al huésped a su habitación, el portero, que
a todas luces estaba un tanto nervioso, le fue suministrando en una
mezcla de francés y de inglés los detalles que la patrona había
omitido, y Minturn, pues tal era el nombre de aquel maestro, no tardó
en compartir aquel nerviosismo con él y en verse envuelto en la
atmósfera de una posible tragedia.
Todo aquel que conozca esa emoción tan característica que
producen los altos valles de montaña, uno de cuyos principales
atractivos consiste en la realización de escaladas con peligro,
comprenderá esa ligera sensación de alarma que suele ir asociada a
tales paisajes. Cuando se alza la vista para contemplar los picos
desolados que se remontan solitarios en las alturas, no se puede evitar
pensar en esos hombres cuya diversión consiste en pasarse varios días
y noches seguidos escalando las peligrosas cumbres que se elevan
sobre un mar de nubes, y en conquistar, centímetro a centímetro, los
picos helados que blanden permanentemente el oscuro pabellón del
terror en el cielo.
La atmósfera de aventura, aderezada con el posible
espanto de una de las tragedias más horribles que quepa imaginarse,
es inseparable de cualquier contemplación imaginativa de semejante
paisaje; ylo que Minturn dedujo de las palabras del alarmado portero,
no perdió nada de su miga a pesar de su desconocimiento del idioma.
Una inglesa, la legítima ocupante de la habitación, se había empeñado
en ir a las montañas sin guía. Había partido hacía dos días justo antes
de que amaneciera —el portero la había visto salir— y… ¡no había
regresado! La ruta era difícil y peligrosa, pero no imposible para un
escalador experto, aunque fuera solo. Y la inglesa era una montañera
curtida. Pero también era una persona terca, que desdeñaba los
consejos, le aburrían las advertencias y tenía una fe ciega en sí
misma. Además era un tanto rara; no se mezclaba con los demás
huéspedes y, a veces, se pasaba días enteros encerrada con llave en
su habitación sin dejar entrar a nadie; vamos, una «excéntrica» de
tomo y lomo.
Todo esto fue lo que Minturn sacó en claro de lo que el portero le
fue contando mientras subía su equipaje y ponía un poco de orden en
la habitación; pero hubo algo más. Se enteró también de que ya había
salido una partida de rescate y que, por supuesto, podían regresar en
cualquier momento. En cuyo caso… En fin, por eso, aunque la
habitación estuviera desocupada, seguía siendo de ella. «Pero si a
Monsieur no le importa correr el riesgo de tener que dejar la
habitación en medio de la noche…»
EL OCUPANTE DE LA HABITACIÓN
Dado que el locuaz portero parecía
empeñado en aportar todo tipo de detalles que ponían en cuestión la
validez de la transacción que acababa de realizar, Minturn lo despachó
tan pronto como pudo y se dispuso a irse a la cama —que el propio
portero había arreglado a toda prisa— para tratar de dormir el máximo
de horas posible antes de que viniera alguien a decirle que se tenía
que marchar.
La verdad es que al principio se sintió incómodo, francamente
incómodo. Estaba en la habitación de otra persona. Realmente no
tenía ningún derecho a estar allí. Era una intrusión imperdonable; y
mientras deshacía el equipaje, giró en varias ocasiones la cabeza para
mirar hacia atrás, como si temiera que alguien le estuviera observando
desde alguna de las esquinas. Tenía la impresión de que, en cualquier
momento, oiría pasos en el pasillo, llamarían a la puerta y, a
continuación, ésta se abriría yvería a aquella fornida inglesa mirándole
de arriba a abajo con furia. O aún peor: le oiría preguntarle qué hacía
en su habitación, en su dormitorio. ¡Es cierto que podía darle una
explicación convincente, pero de todos modos…!
Entonces, al darse cuenta de que ya estaba a medio desvestir, su
mente captó durante un segundo la vertiente cómica de la situación, y
soltó una carcajada… en voz baja.
Pero, de inmediato, a la risa le
sucedió aquella súbita sensación de tragedia que ya había
experimentado antes. Puede que mientras él sonreía, el cuerpo de esa
mujer yaciera roto y helado en esas cumbres espantosas, con los
cabellos desordenados por la ventisca y los ojos vidriosos lanzando
una mirada vacía a las estrellas… Sólo de pensar en ello se
estremecía. La percepción que tenía de esa mujer, a la que no había
visto nunca y de la que ni tan siquiera sabía el nombre, se volvió
extraordinariamente real. Casi llegaba a imaginarse que se hallaba
oculta en algún lugar de la habitación, observando todo lo que él
hacía.
Abrió la puerta con cuidado para dejar fuera las botas, y cuando
la cerró de nuevo, echó la llave. Después, acabó de deshacer el
equipaje y distribuyó las pocas cosas que había traído consigo por la
habitación. No tardó mucho en hacerlo; sólo tenía un pequeño baúl de
viaje y una mochila y, además, el único lugar donde se podían
extender las ropas era el sofá. No había cómoda, y el armario, un
mueble excepcionalmente sólido y grande, estaba cerrado con llave.
Era evidente que habían guardado a toda prisa las ropas de la inglesa
en aquel mueble. El único signo que indicaba su presencia reciente en
la habitación era un ramo de Alpenrosen marchitas, colocadas en un
jarrón de cristal que había sobre el palanganero. Eso, y un vago olor a
perfume, era todo lo que quedaba. No obstante, a pesar de la escasez
de vestigios, por toda la habitación se respiraba la extraña y
desagradable sensación de que ésta seguía estando ocupada. Durante
un instante se palpaba en el ambiente una sutil presencia que parecía
susurrar un «acabo de salir», que al convertirse de pronto en un
tajante «aún sigo aquí», hacía que se diera rápidamente la vuelta para
mirar a sus espaldas.
La aversión que sentía hacia esa habitación en su conjunto era
muy singular; y es precisamente la fuerza de ese sentimiento, la única
excusa que quizá se pueda esgrimir para justificar el hecho de que
arrojara aquellas flores marchitas por la ventana y colgara después su
gabardina de la puerta del armario, procurando taparlo lo máximo
posible.
Lo cierto es que la visión de aquel horrible y gigantesco
armario, lleno de la ropa de una mujer que en aquel momento quizá
ya no necesitara nada con que cubrir su cuerpo (pues así era como
insistía en presentársela su imaginación), provocaba en él una
sensación de incongruencia que no sólo le llenaba de perplejidad sino
que, además, se iba abriendo paso en su mente hasta transformarse
en un sentimiento de espanto verdaderamente grotesco. Sea como
fuera, la visión de aquel armario le desagradaba y, casi por puro
instinto, lo había tapado. Luego, tras apagar la luz, se metió en la
cama.
Pero desde el preciso instante en que la habitación quedó a
oscuras, se dio cuenta de que aquello era más de lo que él podía
soportar; pues nada más hacerse la oscuridad, sintió una especie de
corriente de aire helado que no alcanzaba a explicarse. Y lo curioso es
que, al encender la vela que había junto a la cama, advirtió también
que le temblaban las manos.
La verdad es que aquello era ya demasiado. Su imaginación se
estaba tomando muchas libertades y había que llamarla al orden.
Pero
la forma en que lo hizo fue muy significativa, y el propio carácter
deliberado de su acción ponía al descubierto un estado mental que ya
había dado cabida al miedo. Y una vez que el miedo se ha metido
dentro es muy difícil expulsarlo. Se recostó sobre su codo y se puso a
enumerar con sumo cuidado todos los objetos que había en la
habitación, con la intención, por así decirlo, de hacer un inventario de
todo aquello que percibían sus sentidos, para después trazar una línea,
sumarlos y exclamar con decisión: « ¡Esto es todo lo que hay en esta
habitación! He contado todas y cada una de las cosas. No hay nada
más. ¡Ahora ya puedo dormir tranquilo!».
Fue precisamente durante el absurdo proceso de enumerar los
muebles de la habitación, cuando se apoderó de él una terrible y
angustiosa sensación de lasitud que casi le impidió acabar sus cuentas.
Le acometió con una rapidez y una virulencia asombrosas que hicieron
que, sin apenas darse cuenta, se viera abrumado por una molicie atroz
difícilmente descriptible. Su primer efecto fue hacerle olvidar su miedo.
Ya no tenía la energía suficiente para sentirse verdaderamente
asustado o nervioso. El frío permanecía, pero la alarma había
desaparecido. Por todos los rincones de aquella personalidad, por lo
general vigorosa, se fue extendiendo lentamente el insidioso veneno
de una fatiga muscular que, al cabo de unos segundos, pareció
transformarse en inercia espiritual. Una súbita conciencia de la supina
futilidad y del absurdo de la vida, del esfuerzo, de la lucha; de todo lo
que hace que vivir merezca la pena, se fue infiltrando en cada fibra de
su ser, dejándole en un estado de extrema debilidad. El espíritu de un
negro pesimismo, al que le faltaban fuerzas incluso para manifestarse
con cierta energía, invadió las cámaras secretas de su corazón…
Todas las imágenes que le venían a la mente aparecían envueltas
en grises sombras. ¡Esos caballos sudorosos y aburridos, ascendiendo
trabajosamente… a ninguna parte! La patrona aquella de las facciones
tan duras, tomándose tanto trabajo en conseguir que su afán de lucro
se impusiera sobre su sentido moral… ¡por un puñado de francos! ¡El
portero del traje ribeteado; tan quisquilloso, tan locuaz, tan
agotador… ardiendo en deseos de contarle todos los chismes que
sabía!
¿Para qué servía toda esa gente? Y, en cuanto a él, ¿qué
sentido tenía el trabajo penoso y monótono en aquella escuela de la
que era maestro? ¿A dónde conducía aquello? ¿De qué valía tanto
incierto afán, cuando los secretos últimos de la vida permanecen
ocultos y nadie sabe cuál es el sentido final de las cosas? ¡Qué
absurdos eran el esfuerzo, la disciplina, el trabajo! ¡Qué vano el
placer! ¡Qué triviales hasta las cosas más nobles de la vida!
Dando un salto que casi derribó la vela, Minturn trató de hacer
frente a aquel estado de decaimiento. Ese tipo de ideas eran tan
ajenas a su carácter habitual, que aquella invasión repentina y cobarde
produjo una reacción inmediata. Pero sólo duró un momento.
Al
instante, la depresión volvió a abatirse sobre él como una ola. Su
trabajo —que a fin de cuentas como mucho le permitiría aspirar al
tedioso cargo de director de colegio— le parecía tan vano y tan
absurdo como aquellas vacaciones en los Alpes. Qué idiota, qué
rematadamente idiota había sido de venir aquí, con su mochila a
cuestas, para no hacer otra cosa que matarse de cansancio por
aquellas montañas en un ascenso agotador que no conducía a ninguna
parte, que nada le podía reportar. El estado de ánimo que le poseía
era tan lóbrego como una tumba.¡La vida no era más que un
repugnante fraude! ¡La religión, un camelo pueril! Todas las cosas no
eran más que una trampa; una trampa tendida por la muerte: ¡un
juguete de vivos colores que la Naturaleza utiliza como señuelo! ¿Pero,
un señuelo, para qué? ¡Para nada! Nada tenía sentido. Lo único real
era… LA MUERTE.
EL OCUPANTE DE LA HABITACIÓN
Y la gente más feliz eran aquellos que antes la
encontraban.
Entonces, ¿por qué esperar a que llegue?
Absolutamente aterrorizado, saltó de la cama como impulsado por
un resorte. ¿Cómo era posible que la mera fatiga pudiera alumbrar un
universo tan negro, una actitud tan depresiva, una cobardía que hacía
que se tambalearan las raíces mismas de la vida, asestándoles
semejante golpe de desesperanza? Por lo general él era una persona
fuerte y alegre, rebosante de salud y de vida; pero aquella lasitud
atroz arrasaba las bases mismas de su personalidad, conduciéndole a
la nada y al deseo de morir. Era como si hubiera desarrollado una
Segunda Personalidad. Cierto que había leído que algunas personas,
tras sufrir una fuerte impresión, podían llegar a desarrollar como
consecuencia de ello unos rasgos de carácter distintos, otros
recuerdos, otros gustos y demás cosas por el estilo. Aquella posibilidad
siempre le había asustado. Sabía que algunos científicos respaldaban
la autenticidad de tales historias, pero a él no le parecía que fueran
muy creíbles. Y, no obstante, algo similar a eso era lo que le estaba
ocurriendo ahora a su propia conciencia. Estaba, de eso no le cabía
ninguna duda, experimentando todas las fluctuaciones mentales… ¡de
otra persona! Era algo inmoral. Algo espantoso.
Era… bueno, la
verdad es que también era algo enormemente interesante.
Y aquel interés que comenzaba a sentir fue el primer signo de que
su yo normal estaba regresando. Pues quien siente interés por algo,
está vivo, y ama la vida.
De un salto, se plantó en medio de la habitación y encendió la luz.
Lo primero que captó su atención fue… aquel enorme armario.
—¡Vaya! ¡Ahí está… esa monstruosidad de armario! —exclamó
para sí sin querer, aunque en voz alta. Dentro estarían colgadas sus
faldas, sus abrigos, sus blusas de verano; todas las ropas de la mujer
muerta. Porque ahora sabía que —de uno u otro modo— aquella mujer
tenía que estar muerta.
En ese momento, a través de las ventanas abiertas, irrumpió el
sonido del agua que caía, y con él llegó también una vívida imagen
mental de la desolación de las cumbres barridas por la ventisca.
Entonces vio a la mujer —¡sí, verdaderamente la vio!— en el lugar
donde había caído; las mejillas cubiertas de escarcha, la nieve en
polvo arremolinándose en torno a sus cabellos y a sus ojos, sus
extremidades rotas aprisionadas entre bloques de hielo. Por un
momento, aquella sensación de lasitud, de vacío vital, se desvaneció
ante aquella imagen de un esfuerzo inútil, de la pequeña fuerza de un
ser humano peleando con coraje, aunque en vano, contra las potencias
impersonales y despiadadas de la naturaleza inerte; y, de nuevo,
recuperó su yo habitual. Sin embargo, un instante después, regresó
otra vez el terrible frío, la nada, el vacío…
Se descubrió a sí mismo de pie frente al gran armario que
guardaba las ropas de aquella mujer.
De repente quería ver esas
ropas; las cosas que ella había usado y llevado. Estaba muy cerca, casi
podía tocarlo. Y un segundo después ya lo había tocado. Estaba
golpeando con los nudillos en la madera.
Es difícil saber por qué lo hizo. Probablemente se trató de un
movimiento reflejo. Algo desde lo más profundo de su ser se lo había
dictado… se lo había ordenado; y él, había golpeado la puerta. El
sonido sordo de la madera en medio de la quietud de aquella
habitación… le horrorizó. El porqué de aquel sentimiento era algo que
le resultaba tan inexplicable como la razón por la que se había sentido
impulsado a llamar a aquella puerta.
El hecho es que, cuando oyó una
leve reverberación en el interior del armario, tuvo una conciencia tan
vívida de la presencia de la mujer que se quedó de pie temblando con
una terrorífica sensación de que algo iba a ocurrir; casi esperaba oír
que desde el interior le respondían con un golpe —quizá sólo el frufrú
de las faldas colgadas— o, aún peor, que veía como aquella puerta
cerrada con llave se abría lentamente hacia afuera.
A partir de ese momento asegura que, de un modo u otro, debió
perder parcialmente el control sobre sí mismo, o al menos, una parte
importante de su sentido común; pues se vio poseído por un deseo tan
irresistible de abrir como fuera aquel armario y de ver las ropas que
había dentro, que probó todas las llaves que había en la habitación en
un vano intento de abrirlo, hasta que, finalmente, antes de que tuviera
tiempo de darse cuenta de lo que hacía… ¡llamó al timbre!
Pero, tras haber llamado al timbre a las dos de la madrugada, sin
que hubiera ninguna razón sensata u obvia para hacerlo, y mientras
esperaba de pie en medio de la habitación a que viniera algún
empleado, se dio cuenta por primera vez que algo ajeno a su ser
normal le había impulsado a hacer aquello. Era como si una voz
interna le dictara lo que tenía que hacer. Por eso, cuando finalmente
se oyeron pasos que se acercaban por el pasillo, y tuvo frente a frente
a una doncella adormilada, enojada y muy sorprendida de que la
hubieran llamado a esas horas, no tuvo ninguna dificultad en
encontrar palabras con las que expresar sus deseos. Aquel mismo
poder que le había apremiado a que abriera la puerta del armario
también le impelía a pronunciar unas palabras sobre las que,
aparentemente, no tenía control alguno.
—¡No es a usted a quien he llamado! —dijo con decisión e
impaciencia—. Necesito a un hombre. Despierte al portero y envíemelo
inmediatamente. ¡Dése prisa! ¿Es que no rne ha oído? ¡Dése prisa!
Cuando la chica se hubo marchado, Minturn, asustado de su
propia severidad, se dio cuenta de que aquellas palabras le habían
sorprendido a él tanto o más que a la propia doncella. Hasta que no
salieron de sus labios no supo exactamente qué era lo que iba a decir.
No obstante, comprendía que alguna fuerza ajena a su personalidad
estaba utilizando su mente y los órganos de su cuerpo. Aquella negra
depresión que le había poseído hacía poco también formaba parte de
ello.
De algún modo, el poderoso estado de ánimo de la mujer
desaparecida se había apoderado de él momentáneamente; con toda
seguridad debido a la atmósfera que creaba en la habitación la
presencia de cosas que le habían pertenecido. Pero ni siquiera cuando
el portero —sin chaqueta ni cuello duro— se hallaba ya junto a él en la
habitación, consiguió comprender por qué insistía, hecho una
verdadera furia y sin admitir un no por respuesta, en que buscara la
llave del armario y abriera inmediatamente la puerta.
La escena resultaba bastante curiosa. Tras realizar un intercambio
de susurros de asombro con la doncella al fondo del pasillo, el portero
se las arregló para encontrar y traer la llave en cuestión. Ni él ni la
chica sabían a ciencia cierta qué era lo que pretendía aquel inglés tan
nervioso, o por qué ponía tanto empeño en que se abriera un armario
a las dos de la madrugada. Le observaban con el aire de quien no
puede dejar de preguntarse qué será lo que va a ocurrir a
continuación. Sin embargo, algo de la extraña seriedad y del miedo
que ahora apreciaban en aquel hombre se les contagió, de modo que
cuando la llave chirrió al introducirse en la cerradura, los dos pegaron
un respingo.
Contuvieron el aliento mientras la puerta se abría lentamente con
un crujido. Todos oyeron el ruido de otra llave al caer contra el suelo
de madera del armario… por dentro. Había sido cerrado desde el
interior. Pero fue la aterrorizada doncella, desde su posición en el
pasillo, quien lo vio primero; y lanzando un grito desgarrador se
desplomó contra el pasamanos de la escalera.
El portero no hizo intento alguno de rescatarla. Tanto él como el
maestro salieron corriendo hacia la puerta, que ahora se hallaba
completamente abierta. También ellos lo habían visto.
Colgadas de las perchas no había ropas, ni faldas, ni blusas; lo
que vieron fue el cuerpo de la mujer inglesa suspendido en el aire con
la cabeza caída hacia delante. Sacudida por el movimiento que se
había producido al abrir la puerta, el cuerpo había ido girando
lentamente hasta darles la cara… Clavado en la parte de atrás de la
puerta había un sobre del hotel con las siguientes palabras escritas
con letra temblorosa:
«Cansada… infeliz… desesperada… deprimida… No puedo seguir
haciendo frente a la vida… Todo es negro. Tengo que poner fin a
esto… Quería hacerlo en las montañas pero tuve miedo. Volví a mi
habitación cuando no vi a nadie. Así es más fácil, y mejor…»
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