El Corazón Delator.
Bien, espectros visitantes les traigo otro cuento del maestro de los relatos de Terror, Edgar Allan Poe.
Muchos deben conocerlo de sus colegios pues, junto a algunos relatos de Horacio Quiroga, suele ser literatura usada en varias cátedras.
Una vez mas, Poe juega con el suspenso y el tormento psicológico que pesa sobre quien ha cometido un acto abominable, tal parece que se esmeró en llevar a los relatos de terror el arte que perfeccionó Dostoievsky, ese tormento contínuo que lleva al borde de la locura al asesino, la manera en que se debate internamente contra un acosador invisible, algo que lo delata, la conciencia toma la forma de perseguidores, de delatores, en este caso específico, de un corazón delator.
Espero disfruten el relato,que forma parte de los clásicos de los relates de terror de toda la historia.
El corazón delator (1843)
¡Es verdad! Soy muy nervioso, horrorosamente nervioso, siempre lo fui, pero, ¿por
qué pretendéis que esté loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, sin destruirlos ni
embotarlos. Tenía el oído muy fino; ninguno le igualaba; he escuchado todas las cosas
del cielo y de la tierra, y no pocas del infierno. ¿Cómo he de estar loco? ¡Atención! Ahora
veréis con qué sano juicio y con qué calma puedo referiros toda la historia.
Me es imposible decir cómo se me ocurrió primeramente la idea; pero una vez
concebida, no pude desecharla ni de noche ni de día. No me proponía objeto alguno ni
me dejaba llevar de una pasión.
Amaba al buen anciano, pues jamás me había hecho
daño alguno, ni menos insultado; no envidiaba su oro; pero tenía en sí
algo desagradable. ¡Era uno de sus ojos, sí, esto es! Se asemejaba al de un buitre y
tenía elcolor azul pálido. Cada vez que este ojo fijaba en mí su mirada, se me helaba la
sangre en las venas; y lentamente, por grados, comenzó a germinar en mi cerebro la
idea de arrancar la vida al viejo, a fin de librarme para siempre de aquel ojo que me
molestaba.
El Corazón Delator.
¡He aquí el quid! Me creéis loco; pero advertid que los locos no razonan. ¡Su
hubiérais visto con qué buen juicio procedí, con qué tacto y previsión y
con qué
disimulo puse manos a la obra! Nunca había sido tan amable con el viejo como durante
la semana que precedió al asesinato.
Todas las noches, a eso de las doce, levantaba el picaporte de la puerta y la abría;
pero ¡qué suavemente! Y cuando quedaba bastante espacio para pasar la cabeza,
introducía una linterna sorda bien cerrada, para que no filtrase ninguna luz, y alargaba
el cuello. ¡Oh!, os hubiérais reído al ver con qué cuidado procedía. Movía lentamente la
cabeza, muy poco a poco, para no perturbar el sueño del viejo, y necesitaba al menos
una hora para adelantarla lo suficiente a fin de ver al hombre echado en su cama. ¡Ah!
Un loco no habría sido tan prudente. Y cuando mi cabeza estaba dentro de la habitación,
levantaba la linterna con sumo cuidado, ¡oh, con qué cuidado, con qué cuidado!, porque
la charnela rechinaba. No la abría más de lo suficiente para que un imperceptible rayo
de luz iluminase el ojo de buitre. Hice esto durante siete largas noches, hasta las doce;
pero siempre encontré el ojo cerrado y, por consiguiente, me fue imposible consumar mi
obra, porque no era el viejo lo que me incomodaba, sino su maldito ojo. Todos los días,
al amanecer, entraba atrevidamente en su cuarto y le hablaba con la mayor serenidad,
llamándole por su nombre con tono cariñoso y preguntándole cómo había pasado la
noche. Ya veis, por lo dicho, que debería ser un viejo muy perspicaz para sospechar que
todas las noches hasta las doce le examinaba durante su sueño.
El Corazón Delator.
Llegada la octava noche, procedí con más precaución aún para abrir la puerta; la
aguja de un reloj se hubiera movido más rápidamente que mi mano. Mis facultades y mi
sagacidad estaban más desarrolladas que nunca, y apenas podía reprimir la emoción de
mi triunfo.
¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta poco a poco, y que él no podía ni siquiera
soñar en mis actos! Esta idea me hizo reír; y tal vez el durmiente escuchó mi ligera
carcajada, pues se movió de pronto en su lecho como si se despertase. Tal vez creeréis
que me retiré; nada de eso; su habitación estaba negra como un pez, tan espesas eran las
tinieblas, pues mi hombre había cerrado herméticamente los postigos por temor a los
ladrones; y sabiendo que no podía ver la puerta entornada, seguí empujándola más,
siempre más.
Había pasado ya la cabeza y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar se
deslizó sobre el muelle con que se cerraba y el viejo se incorporó en su lecho
exclamando:
—¿Quién anda ahí?
Permanecí inmóvil sin contestar; durante una hora me mantuve como petrificado, y
en todo este tiempo no le vi echarse de nuevo; seguía sentado y escuchando, como yo lo
había hecho noches enteras.
Pero he aquí que de repente oigo una especie de queja débil, y reconozco que era
debida a un terror mortal; no era de dolor ni de pena, ¡oh, no! Era el ruido sordo y
ahogado que se eleva del fondo de un alma poseída por el espanto.
Yo conocía bien este rumor, pues muchas noches, a las doce, cuando todos dormían,
lo oí producirse en mi pecho, aumentando con su eco terrible el terror que me
embargaba. Por eso comprendía bien lo que el viejo experimentaba, y le compadecía,
aunque la risa entreabriese mis labios. No se me ocultaba que se había mantenido
despierto desde el primer ruido, cuando se revolvió en el lecho; sus temores se
acrecentaron, y sin duda quiso persuadirse que no había causa para ello; mas no pudo
conseguirlo. Sin duda pensó: «Eso no será más que el viento de la chimenea, o de un
ratón que corre, o algún grillo que canta». El hombre se esforzó para confirmarse en
estas hipótesis, pero todo fue inútil; «era inútil» porque la Muerte, que se acercaba,
había pasado delante de él con su negra sombra, envolviendo en ella a su víctima; y la
influencia fúnebre de esa sombra invisible era la que le hacía sentir, aunque no
distinguiera ni viera nada, la presencia de mi cabeza en el cuarto.
Después de esperar largo tiempo con mucha paciencia sin oírle echarse de nuevo,
resolví entreabrir un poco la linterna; pero tan poco, tan poco, que casi no era nada; la
abrí tan cautelosamente, que más no podía ser, hasta que al fin un solo rayo pálido,
como un hilo de araña, saliendo de la abertura, se proyectó en el ojo de buitre.
Estaba abierto, muy abierto, y no me enfurecí apenas le miré; le vi con la mayor
claridad, todo entero, con su color azul opaco, y cubierto con una especie de velo
hediondo que heló mi sangre hasta la médula de los huesos; pero esto era lo único que
veía de la cara o de la persona del anciano, pues había dirigido el rayo de luz, como por
instinto, hacia el maldito ojo.
¿No os he dicho ya que lo que tomabais por locura no es sino un refinamiento de los
sentidos? En aquel momento, un ruido sordo, ahogado y frecuente, semejante al que
produce un reloj envuelto en algodón, hirió mis oídos; «aquel rumor», lo reconocí al
punto, era el latido del corazón del anciano, y aumentó mi cólera, así como el redoble
del tambor sobreexcita el valor del soldado.
Pero me contuve y permanecí inmóvil, sin respirar apenas, y esforzándome en
iluminar el ojo con el rayo de luz. Al mismo tiempo, el corazón latía con mayor
violencia, cada vez más precipitadamente y con más ruido.
El Corazón Delator.
El terror del anciano «debía» ser indecible, pues aquel latido se producía con
redoblada fuerza cada minuto. ¿Me escucháis atentos? Ya os he dicho que yo era
nervioso, y lo soy en efecto. En medio del silencio de la noche, un silencio tan imponente
como el de aquella antigua casa, aquel ruido extraño me produjo un terror indecible.
Por espacio de algunos minutos me contuve aún, permaneciendo tranquilo; pero el
latido subía de punto a cada instante; hasta que creí que el corazón iba a estallar, y de
pronto me sobrecogió una nueva angustia: ¡Algún vecino podría oír el rumor! Había
llegado la última hora del viejo: profiriendo un alarido, abrí bruscamente la linterna y
me introduje en la habitación. El buen hombre sólo dejó escapar un grito: sólo uno. En
un instante le arrojé en el suelo, reí de contento al ver mi tarea tan adelantada, aunque
esta vez ya no me atormentaba, pues no se podía oír a través de la pared.
Al fin cesó la palpitación, porque el viejo había muerto, levanté las ropas y examiné
el cadáver: estaba rígido, completamente rígido; apoyé mi mano sobre el corazón, y la
tuve aplicada algunos minutos; no se oía ningún latido; el hombre había dejado de
existir, y su ojo desde entonces ya no me atormentaría más.
Si persitís en tomarme por loco, esa creencia se desvanecerá cuando os diga qué
precauciones adopté para ocultar el cadáver. La noche avanzaba, y comencé a trabajar
activamente, aunque en silencio: corté la cabeza, después los brazos y por último las
piernas.
En seguida arranqué tres tablas del suelo de la habitación, deposité los restos
mutilados en los espacios huecos, y volví a colocar las tablas con tanta habilidad y
destreza que ningún ojo humano, ni aún el «suyo», hubiera podido descubrir nada de
particular. No era necesario lavar mancha alguna, gracias a la prudencia con que
procedía. Un barreno la había absorbido toda. ¡Ja, ja!
Terminada la operación, a eso de las cuatro de la madrugada, aún estaba tan oscuro
como a medianoche. Cuando el reloj señaló la hora, llamaron a la puerta de calle, y yo
bajé con la mayor calma para abrir, pues, ¿qué podía temer «ya»? Tres hombres
entraron, anunciándose cortésmente como oficiales de policía; un vecino había
escuchado un grito durante la noche; esto bastó para despertar sospechas, se envió un
aviso a las oficinas de la policía, y los señores oficiales se presentaban para reconocer el
local.
El Corazón Delator.
Yo sonreí, porque nada debía temer, y recibiendo cortésmente a aquellos caballeros,
les dije que era yo quien había gritado en medio de mi sueño; añadí que el viejo estaba
de viaje, y conduje a los oficiales por toda la casa, invitándoles a buscar, a registrar
perfectamente. Al fin entré en «su» habitación y mostré sus tesoros, completamente
seguros y en el mejor orden. En el entusiasmo de mi confianza ofrecí sillas a los
visitantes para que descansaran un poco; mientras que yo, con la loca audacia de un
triunfo completo, coloqué la mía en el sitio mismo donde yacía el cadáver de la víctima.
Los oficiales quedaron satisfechos y, convencidos por mis modales —yo estaba muy
tranquilo—, se sentaron y hablaron de cosas familiares, a las que contesté alegremente;
mas al poco tiempo sentí que palidecía y ansié la marcha de aquellos hombres. Me dolía
la cabeza; me parecía que mis oídos zumbaban; pero los oficiales continuaban sentados,
hablando sin cesar. El zumbido se pronunció más, persistiendo con mayor fuerza; me
puse a charlar sin tregua para librarme de aquella sensación, pero todo fue inútil y al fin
descubrí que el rumor no se producía en mis oídos.
Sin duda palidecí entonces mucho, pero hablaba todavía con más viveza, alzando la
voz, lo cual no impedía que el sonido fuera en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Era «un
rumor sordo, ahogado, frecuente, muy análogo al que produciría un reloj envuelto en
algodón». Respiré fatigosamente; los oficiales no oían aún. Entonces hablé más aprisa,
con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar.
El Corazón Delator.
Me levanté y comencé a discutir sobre varias nimiedades, en un diapasón muy alto y
gesticulando vivamente; mas el ruido crecía. ¿Por qué «no querían» irse aquellos
hombres? Aparentando que me exasperaban sus observaciones, di varias vueltas de un
lado a otro de la habitación; mas el rumor iba en aumento. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer?
La cólera me cegaba, comencé a renegar; agité la silla donde me había sentado,
haciéndola rechinar sobre el suelo; pero el ruido dominaba siempre de una manera muy
marcada… Y los oficiales seguían hablando, bromeaban y sonreían. ¿Sería posible que no
oyesen? ¡Dios todopoderoso! ¡No, no! ¡Oían! ¡Sospechaban; lo «sabían» todo; se
divertían con mi espanto! Lo creí y lo creo aún. Cualquier cosa era preferible a semejante
burla; no podía soportar más tiempo aquellas hipócritas sonrisas. ¡Comprendí que era
preciso gritar o morir! Y cada vez más alto, ¿lo oís? ¡Cada vez más alto, «siempre más
alto»!
—¡Miserables! —exclamé—. No disimuléis más tiempo; confieso el crimen.
¡Arrancad esas tablas; ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!
El Corazón Delator.
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qe mello jajajaj
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